Reconozco que tengo un problema con los géneros. Aplicarle una etiqueta a una obra nunca es malo per sé, pero también es una forma de matar parte de su misterio. De hacer más predecible lo que –en muchas ocasiones– ya es bastante predecible por demérito propio. Es difícil abstraerse de las evidencias: el título, las principales inflexiones argumentales, el nombre del protagonista… Y todo enmarcado por un tema de fondo que encaja a la perfección con un arquetipo preestablecido cual mueble de IKEA.
Si abro un libro y lo primero que me encuentro es un mapa, algo en mí empieza a picar. Cuando un escritor se recrea en geografías imposibles, con independencia de que varios –para qué mencionarlos– hayan obtenido el éxito por ese camino, veo un sutil coletazo de merchandising, no literatura. Y aquí finalizo mi ejemplificación de cuán malo es determinar la naturaleza de un libro por elementos supraliterarios, abogando por la experiencia de corte en molde en vez de un Big Bang de la idea raíz. El problema de dicho Big Bang es que, como todas las explosiones –por muy controladas que creas tenerlas–, tiende a la más tormentosa impredecibilidad; y no existe mayor tormento para cualquier mente creadora que la duda permanente de que lo que se está gestando quizá no valga un pimiento. En ocasiones, para qué negarlo, es más cómodo dejarse llevar por ciertos rieles canónicos. Pero aquí debo hacer un alegato a favor del lector, no del escritor, y todo lector ha tenido un inicio.
El mío fue algo tardío.
Reconozco que ahora tengo un problema con los géneros, pero con catorce años todo era nuevo. Las etiquetas eran banderas de países que descubrir y visitar. Aunque al principio me falló la curiosidad, tuve una madre apasionada por la lectura que no tardó en endosarme varias alternativas, la mayoría de ciencia ficción; muchas –vistas en retrospectiva– verdaderamente infumables. Maldito Douglas Niles. Pero lo malo no le resta un ápice de gracia a lo bailado. De cuando los géneros no existían para mí –y para nadie en idénticas circunstancias–, sino el simple acto de leer madrugadas enteras, días tras días, en una butaca vieja, con el frío del invierno colándose por las rendijas de la ventana. Empecé tarde, pero arranqué fuerte.
Uno de los primeros autores que acuden a mi mente cuando evoco aquellas noches de insomnio devorador es Philip José Farmer, uno de esos prolíficos juglares que veías por todas las bibliotecas y en todas las librerías, ya sea en forma de colaboración para una antología o a modo de novela, siempre una de tantas. Fallecido a los 91 años el 25 de febrero del 2009 (gracias Wikipedia, ahí van tus dos euros), dejó un legado verdaderamente colosal del que se habla entre poco y nada. Pero este caballero ha dejado una muesca en mi corazón al arrancarme el virgo –más o menos– con The Maker of Universes, una historia ligera como una pluma que se desovilla con la presteza propia de una fuente inagotable de imaginación.
Robert Wolff, el protagonista de la historia, es un hombre en la antesala de la jubilación con un matrimonio exhausto en el asiento del copiloto. Buscando aliviar su tedio con la adquisición de una nueva casa, descubre un portal dimensional que comunica con un paraíso extraño y salvaje en el sótano de una de las muchas que ha visitado. Sin embargo, lo más poderosos es que a través de dicho portal una figura desconcertante lo saluda y le entrega un objeto arcano: el cuerno con el cual podrá reabrir el portal en caso de que decida volver. Y a hurtadillas, con alevosía y nocturnidad, sin conocimiento del vendedor de la inmobiliaria, regresa para escapar de una rutina decadente y un matrimonio contrahecho.
Así comienza a rodar una bola de nieve en donde el único patrón reconocible es el afán de insertar elementos cada vez más fantásticos para impresionar al lector. Esto, lógicamente, sonaría artificial si no fuera porque –al menos a mis catorce años– lo conseguía. Farmer desata su genio describiendo un mundo donde lo feérico se da la mano con figuras más corrientes sin abandonar jamás su tono aventurero, que continuamente oscila entre el peligro mortal y lo inofensivo. Y tras varias páginas en las que Wolff no hará más que entregarse al deleite de su nueva libertad, pronto lo descubriremos embarcado en la gesta de recorrer aquel extraño mundo dividido en mesetas ascendentes, escalada mediante. Como cabía esperar, cada meseta guarda su propia cosmogonía y sus propias situaciones, siempre con el hilo conductor tirando de Wolff hasta alcanzar la fortaleza del delirante hacedor de universos.
Buscando la estética por encima de cualquier idea fraguada, llegamos al final con la sensación de haber leído un libro de viajes en la línea de Paul Theroux con gente en porreta desfilando por ahí al mejor estilo Boris Vallejo. Pero, ¿y lo que mola? Esa diversidad tan incongruente y desacomplejada de atmósferas y hechos ayuda a conseguir lo único que The Maker of Universe pretende: entretener, dejándose la lógica en la guantera. En definitiva, pavimentarle al joven –y no tan joven– lector un camino hacia una búsqueda literaria más personal… O más amable, en cualquier caso, que endosándole La Celestina en 3ero de la ESO.
El segundo autor que acude a mi memoria es Robert Silverberg. Su bibliografía es abrumadora y la calidad de la misma algo más homogénea que la del señor Farmer, al que en ocasiones puede encontrársele curiosas idas de pinza. No obstante, ambos son hijos de una época, de manera que comparten multitud de similitudes en forma y fondo. De hecho, la serie Majipur de Silverberg reúne –aunque en más tomos– las mismas características que The Maker of Universe. Aunque si debiéramos hacer justicia con dicha comparación, quizá valga sacar a relucir el impresionante Riverworld de Farmer, del que se hizo una película para televisión de 4 horas producida por Syfy de calidad más bien infame. Pero centrándonos en Silverberg, y obviando la mención a la serie Majipur –donde un castillo es prolongado hacia los cielos por cada nuevo emperador–, que descubrí tantos años después que lo único virgen que me quedaba era el tímpano derecho, lo que aquí importa es Alas Nocturnas.
Ganadora del premio Hugo en el 69, el segundo trofeo de envergadura que Silverberg alzaba para su palmarés personal, Alas Nocturnas constituyó una maduración cualitativa en mi percepción de la literatura. Lo que ocurre no es extraordinario en términos de originalidad –fin de un ciclo tecnocrático futurista, una Europa decadente y el peligro inminente de una invasión extraterrestre–, pero está diseñado con sensibilidad y pausa. No me cabe duda que el pulcro minimalismo de la portada de Nebulae ayudó a fortificar la sensación de que estaba ante algo más “tocho”. Los personajes que desfilaron ante mí perseguían fines tan nobles como los de Farmer, pero en sus actos subyacían emociones que requerían cierto grado de procesado. No tengo claro que Silverberg escribiera Alas Nocturnas para la comprensión de chavalines de catorce años, sin esto significar que la edad sea óbice para su disfrute. Al contrario, ¿puede haber etapa en la que se esté más receptivo? Aún recuerdo a Wuellig, miembro del gremio de los Vigías, empujando su carrito por las afueras de una ciudad cochambrosa mientras Avluela, una especie de Campanilla con interesantes curvas, revoloteaba por encima de las colinas. Wuellig observaba el cielo y aguardaba a que se hiciera la hora ritual de montar el chiringuito para inspeccionar las estrellas. Dado que la idea de la invasión tenía un cariz cuasi profético, los Vigías eran responsables de ser los primeros en dar la señal de alarma, pero nadie sabía con exactitud cuándo ocurriría… O si ocurriría, duda que escamaba al Vigía, que veía su vida transcurrir con la languidez propia del que hace hacia la nada lo correcto. La invasión –por supuesto– se produce y la trama se desprende en una avalancha a cámara lenta. No es vertiginosa, pero desde luego tampoco es solemne, recordando en cierto modo al ritmo de los primeros tres libros de la serie Terramar de Le Guin. Sin extenderme en análisis innecesarios, sólo diré que Alas Nocturnas deja un pozo de sinceridad, misticismo y belleza, confirmando que Silverberg iba totalmente por libre en el momento de su creación y refrendando una vez más su inmortal maestría.
Para ir bajando la persiana –todo lo molón viene de tres en tres, como las trilogías–, pasaremos de las novelas a los relatos. Esto es especialmente peliagudo porque la oferta de obras monumentales dentro de esta categoría es abrumadora. Sería injusto tener que elegir una de un mogollón simultáneo en el tiempo, considerando cosas de la envergadura de Vendrán las lluvias suaves de Bradbury o La verdad sobre el caso Valdemar de Poe, por mencionar dos al azar. Por fortuna, mi memoria de tísico me permite extraer el que marcó para siempre mi deriva como lector y escritor; y es paradójico, porque no soy en absoluto devoto de Clifford D. Simak. Los numerosos intentos que hice para empaparme con su obra resultaron en fracaso. Carente de todo rigor científico, su estilo es ligero, aunque no siempre ameno. Desde luego, esto es una percepción personal y lejos está mi intención de poner en cuestión la calidad de su trabajo. Sólo quería destacar cuán curiosa es mi relación con ese caballero, del que sólo he extraido un pequeño punto de comunión, pero que brilla como mil anillos de boda.
Deserción forma parte de Ciudad, una recopilación de relatos que pueden ser parcialmente disfrutados de forma aislada, pero que, sin embargo, tienen en común el alzamiento de los perros como civilización dominante tras la caída del hombre. Esto del alzamiento, en realidad, es relativo, puesto que no hacen más que reunirse alrededor del fuego para contarse las historias que dan lugar a la recopilación –tratando a la humanidad como un elemento casi mitológico–, pero os hacéis una idea. Deserción, con su naturaleza de leyenda, tiene lugar en la superficie de Júpiter siglos atrás, en unas avanzadas instalaciones humanas cuyo único propósito era desentrañar la habitabilidad de la atmósfera del gigante gaseoso. Y aunque suene a barrabasada, siempre se ha barajado la hipótesis de que Júpiter cuenta con un núcleo rocoso varias veces más macizo que la Tierra. Claro que, considerando las dimensiones del pedo joviano, alcanzarlo representa –de momento– un imposible; en cualquier caso, en lo tocante a Simak, se acepta barco.
Encerrados en cúpulas para protegerse de vientos de 370 km/h y otras animaladas, científicos y militares en plena conquista del espacio buscan descifrar las condiciones meteorológicas de Júpiter para adaptarlas al organismo humano y así agostar los recursos del sector. El nexo para conseguirlo son unas –aparentemente– primitivas formas de vidas que toleran la presión atmosférica llamadas Galopadores. ¿La forma? Reconstruir genéticamente a los expedicionarios enviados a entender los mecanismos naturales del planeta…, reconstrucción que implica, entre otras cosas, hacerles adoptar la forma física de dichas criaturas. Y suena jodidamente curioso. Pero lo que más escama a Fowler, veterano jefe del proyecto, es que ningún expedicionario ha regresado. Salen transformados de las cúpulas y no se les vuelve a ver el pelo. Así pues, harto de enviar subordinados a la incertidumbre –o la muerte; no descartaba la posibilidad de que allá fuera los Galopadores sufrieran el acecho de algún predador natural–, Fowler decide embarcarse en la transformación y exploración del planeta. Pero en tan noble decisión encontramos un fleco algo más singular: Towser, su viejo y adolorido perro pulgoso, lo acompañará.
—¡Su propio perro! Ha estado con usted todos estos años…
—Ese es el asunto —dijo Fowler—. Towser se sentiría muy desdichado si me fuera sin él.
Guiado como lector a través de una situación aparentemente cómica y tierna, aparecí de rodillas ante un punto de inflexión poderoso e inolvidable. Simak combina la violencia descomunal de la superficie joviana con la belleza inenarrable que Fowler y Towser perciben a través de sus nuevas existencias como Galopadores. Ambos viejos, ambos deprimidos por el fracaso y el encierro, recibirán unos dones magníficos, impensados en unas criaturas tan elementales. Los límites de sus viejas existencias desaparecen y las tempestades gaseosas se transforman en cortinas de colores que los deslumbran. Asimismo el bienestar físico es absoluto, desapareciendo en ambos los achaques de la edad. Y por si fuera poco, sus propias mentes se expanden hasta lo insospechado, adquiriendo una claridad total –lo que le permite a Towser racionalizar casi al instante la “fórmula” con la que el hombre podría moverse libremente por Júpiter–, y apareciendo la posibilidad de comunicarse entre sí telepáticamente. De esta guisa, Simak erige un diálogo entre Towser y Fowler, humano y perro en igualdad de condiciones, donde los cotidianos actos domésticos del pasado tendrán un protagonismo esencial mientras la cúpula queda atrás.
Entonces comienzan los dilemas, la sensación de que existe un futuro diferente, que vale la pena recorrer…, y comprenden por qué nadie ha vuelto.
—No puedo regresar —dijo Towser.
—Ni yo –dijo Fowler.
—Volverían a convertirme en perro —dijo Towser.
—Y a mí —dijo Fowler— en hombre.
La literatura es un romance que crece con el tiempo y empieza por alguna parte; y éste de aquí, ha sido mi principio. Pero como no me gustan los finales solemnes, visualizadme partiéndome el culo mientras corro con tijeras.
Gracias por venir.