Una de las grandes citas del fantástico español tiene lugar cada año en la Hispacon, evento organizado por la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror. Itinerante pero siempre lleno de energía, donde caras nuevas y viejos conocidos se unen, retroalimentan y relevan. El momento culminante es la entrega de los premios Ignotus, ceremonia que nació en 1991: diferentes categorías que premian lo más destacado del año en la producción nacional de género, desde mejor novela, mejor ilustración o mejor revista hasta otras más modernas como mejor sitio web. E incluso se remontan un poco más atrás en el tiempo: desde 2010 tenemos la categoría Retroignotus, pensada para obras anteriores a 1991.
No vamos a dedicarnos a desgranar a todos y cada uno de los galardonados este año, ya que es fácil encontrar la información con sólo buscar un par de minutos en Internet. En el blog de Jack Moreno tenemos no sólo una relación de los premios, sino de tuits con fotos de la ceremonia. La importancia de los Ignotus está fuera de toda duda; incluso Ken Liu, en relación a su reconocimiento de este año a mejor cuento extranjero, no vaciló en llamarlos “los Hugo españoles”. Y al igual que sucede con éstos, el premio termina en ocasiones por socavar al referente real. “Ignotus” suena realmente bien, exótico y distinguido. Pero no es esta sonoridad lo realmente importante. ¿Qué hay del hombre tras la máscara, el autor del que toman su nombre? ¿Le suena a alguien por aquí el Coronel Ignotus?
A los interesados en la protohistoria de la ciencia ficción en España, seguro que sí. Para hablar del Coronel Ignotus nos tenemos que remontar a los convulsos inicios del siglo XX. Una época en la que H.G. Wells ya fabulaba sobre futuros imposibles, y en la que el propio Hugo Gernsback sentaba las bases de un género que se convertiría en símbolo de los nuevos tiempos. Nuestro Coronel Ignotus, nacido en Alcalá de Henares en 1859 bajo el nombre de José de Elola y Gutiérrez, comenzó a publicar sus trabajos en un año emblemático, 1914. Como emblemática era, teniendo en cuenta las circunstancias, su profesión: lo de “coronel” no era un simple añadido romántico, sino precisamente su rango en el Estado Mayor del Ejército. E Ignotus, bueno… más allá de lo que sabemos que significa (tenemos la evolución idéntica en nuestro idioma del término, “ignoto”), también era un nombre que habían utilizado otros autores anteriormente. Su voluntad de continuar con la tradición de otros era en realidad un reflejo de su personalidad conservadora, acorde con la época. El haber sido un escritor afín al régimen de su tiempo, poco dado a lo liberal o lo transgresor en determinados aspectos morales o políticos, no impidió que su mente se adentrara, decidida, en nuevos mundos; en planetas lejanos y desconocidos, en futuros despiadados e irreconocibles.
No es posible hacer un recorrido sincero de la ciencia ficción española sin detenernos en sus novelas por entregas y relatos. Hoy nos parecen, como tantas otras de la época, excesivamente inocentes, simples. A veces hasta sonrojantes: que la heroína de una de sus sagas más importantes, Viajes planetarios del siglo XXII, se llame Maripepa, no es precisamente a lo que estamos acostumbrados hoy en día, en nuestro mundo marcado por lo foráneo. A esta saga, de hecho, publicada entre 1916 y 1920 en la Biblioteca Novelesco-Científica (la referencia viene de la investigación de Augusto Uribe para la revista BEM; la fecha de inicio no se sabe con exactitud), se le considera la auténtica precursora de la space opera en nuestro país, que más adelante daría frutos tan prolíficos y longevos como La saga de los Aznar. En ella, Elola-Ignotus nos narra los viajes de la intrépida capitana espacial de origen español a Venus, peripecias que serían continuadas, como solía suceder por aquel entonces (el espíritu del folletín aún estaba muy presente) en otra trilogía. Y más allá de este comienzo, la space opera seguiría siendo un subgénero constante en la producción del Coronel. Todo ello sin ignorar ciertos paralelismos con la dimensión política del momento y con un rechazo claro por lo anglosajón; tan distinto precisamente a la actitud de generaciones posteriores, que se “camuflarían” bajo nombres extranjeros para poder publicar y ser aceptados por el público. Los personajes principales de sus historias son españoles, por supuesto, pero también portugueses, italianos; una plétora de nacionalidades en la que, cosas de la vida, siempre aparecen ingleses o estadounidenses como los malvados.
Muy curiosa también es su incursión en la ciencia ficción política, claramente influenciada por Orwell, en la que destaca El amor en el siglo cien, de 1922. Al igual que en La máquina del tiempo, viajamos a un futuro lejanísimo, de la mano de una pareja bilbaína que despierta en un nuevo mundo conocido como Mundiápolis, capital de la Confederación Mundial. Una distopía escondida bajo la cara amable del régimen, en la que el amor al que hace referencia el título es algo muy importante: es energía y materia prima para el funcionamiento del mundo, y surge directamente de los sentimientos de las parejas. Una idea que aún hoy nos puede resultar extravagante, y que parecía obsesionar a Ignotus, ya que años antes había desarrollado algo similar en su relato Cuento del año 10.000 (1913). Los tópicos, como siempre, resultan desacertados: quién hubiera dicho que un militar, centrado durante tanto tiempo en las aventuras espaciales rebosantes de adrenalina, albergaría en su mente sitio para reflexionar sobre una fuerza tan diferente, utilizándola como leit motiv para elucubrar sobre las posibilidades de un futuro ignoto como su seudónimo.
La especulación científica ocupó la vida de Elola de manera determinante: no sólo en su producción literaria, que le llevó a navegar entre géneros (también escribió relatos detectivescos, por ejemplo, pasando así al terreno de la lógica; obras de teatro o ensayos conservadores), sino también en el ámbito personal y profesional. Fue galardonado en vida con la Placa al Mérito Militar como creador de diversos artilugios científicos: la brújula taquímetro que recibió su nombre y la mira permeable. Elola murió en 1933; casi dos décadas de existencia creativa que le permitieron dejar marcado el camino para generaciones posteriores, que no dudaron en señalarlo como referente y punto de partida. En este 2014 que ya nos deja se han cumplido los cien años de su primera novela, o al menos de la primera vez que firmó con el nombre que lo volvería inmortal. Todavía tenemos algunos días para rendirle homenaje descubriendo alguna de sus historias.
Bibliografía:
http://www.augustouribe.com/ignotus.htm