Muy a menudo escuchamos hablar de la “ciencia ficción clásica” como base de una obra actual, e inmediatamente se nos describen los consabidos escenarios galácticos con héroes de brillante exoesqueleto y rifle plásmico en ristre; con naves, rayos y… se supone que una inocencia blanca, maniquea. Se supone.
Naturalmente, cualquier aficionado a la ciencia ficción frunciría el ceño ante una definición así de pobre. Porque la atemporalidad está detrás del decorado. Parte de los dilemas éticos, introspectivos, del constante balanceo entre el bien y el mal que no sólo interroga y pone contra las cuerdas a los personajes del relato sino también a nosotros. Y si esto se consigue de manera efectiva, no es raro que la escenografía se convierta en el macguffin (al revés de lo que sucede con otros géneros, y esto es quizás lo que más difícil resulta de comprender para quienes quedan cegados, en el buen o el mal sentido, por los fuegos artificiales y la especulación). La ambigüedad en determinados aspectos de la ambientación queda perfectamente justificada, sumando y no restando a nuestra experiencia. Porque lo importante, claro, es que sintamos que todo eso puede pasar, en cualquier lugar y tiempo, a cualquier persona.
El Pliegue Iceberg de Miguel Gámez tiene bien aprendida esta “lección”. Es una novela escrita con precisión de francotirador: a pesar de su corta extensión, resulta imposible detectar una fisura, una grieta narrativa en la que encajar dudas o escepticismo. Todo está medido con precisión, tal vez, en parte, gracias a esas habilidades otorgadas por el mundo de la publicidad, en el que Miguel se ha desempeñado durante muchos años. Los mensajes son claros y directos desde el primer momento, y lejos de sucederse uno detrás de otro con voluntad aleccionadora (ese error en el que cae demasiado a menudo la ciencia ficción) consiguen entrelazarse y enriquecerse entre sí.
Coronando la superestructura del discurso tenemos la siempre actual e incómoda idea de las restricciones a la libertad. ¿Hasta qué punto deberíamos permitir que los organismos de control decidieran, amparándose en La Objetividad, cómo castigar a una persona recortando su autonomía? ¿Dónde están los límites? Y sobre todo, aceptando que siempre hay escalas de grises en la búsqueda del bien y el orden, ¿quién delimita las fronteras? Porque en el caso de Fergus Kerapan, uno de los protagonistas y quien nos introduce en el mundo de la novela, su condena por estafa (por la que se le coloca una coraza de grafino que restringe su autonomía) se vuelve mucho más laxa en el momento en que su antigua empresa afirma que lo necesita trabajando de nuevo. La presencia de las megacorporaciones es otra de las constantes de género que ejerce como pilar de El Pliegue Iceberg: nos resulta difícil entrever hasta dónde llegan los largos dedos de las compañías, en qué medida lo supervisan y controlan todo. Eso sí, sigue resultando perturbador, igual ahora que hace cuarenta años, encontrar tantos paralelismos con nuestra propia realidad…
Una vez hemos entrado de lleno en el mundo de El Pliegue Iceberg, gracias a las pistas de un futuro no demasiado lejano pero tecnológicamente mucho más avanzado, la atención del discurso se traslada rápidamente a esa otra capa tan unida a la de la libertad física del individuo: la libertad psicológica. Sin desvelar demasiado del porqué, diré que la mente de otro de nuestros protagonistas, Lazarus Davids, queda de pronto optimizada hasta límites impensables para el ser humano. Liberado a la vez de problemas físicos y de prejuicios y ataduras emocionales, de la percepción del mundo modelada por demasiados actores ajenos, Lazarus se transmuta en poco menos que un ordenador humano. A partir de ese giro en la novela (sí, cien páginas que incluso dan para giros bien trazados), su vida se convierte en una obsesión por trazar el plan perfecto para alcanzar la plenitud y dejar atrás su naturaleza humana al completo. Pero aún queda una emoción latente que guía sus pasos: la revancha, teñida del deseo de humillar a quienes considera sus inferiores. Sin ese pequeño aderezo goloso, su plan no estará completo.
Así que ahí está el daemon, el fantasma en la máquina. El pequeño resquicio de humanidad que tal vez, sólo tal vez, terminará por volver en su contra ese vacío que anhela.
Si quisiéramos ponerle una etiqueta, podríamos llamar, más que clásica, “ciencia ficción hard” a El Pliegue Iceberg sin mucho reparo: no tiene problema alguno en enarbolar jerga técnica de distintos ámbitos de manera cruda, directa, como otra de las piezas indispensables para crear y cohesionar el entorno. Miguel Gámez nos enseña algo que todos sabemos pero que siempre nos encanta recordar y paladear cuando leemos: que tecnología y emociones bailan juntos, en nuestro mundo y en cualquier otro figurado, en una danza constante, inseparable, arriesgada en el contacto.
Miguel Gámez: “Empecé a guardar en formato novelado lo que me era imposible dibujar, evocando imágenes con palabras”
Como de costumbre, cedemos ahora un espacio al propio Miguel para conocerlo un poco mejor. Y como de costumbre, ha sido todo un placer; esperamos que disfrutéis tanto con nuestra charla como nosotros durante ella.
Tu currículum como escritor, por lo que vemos en la bio de Carlinga, es realmente interesante. Y muy ecléctico, además. ¿Dónde podemos ver o leer algo más de ti, sobre todo en esas otras facetas de ilustrador y guionista de cómic?
Es el eclecticismo propio de una actividad desordenada y llena de lagunas. Al mismo tiempo, también de proyectos por realizar. Ya me lo dijo Pere Olivé, de Planeta, a mis 26 años: “dibujas bien, no escribes nada mal, vente a vivir a Barcelona y cúrrate unos personajes para hacerte un nombre.” Elegí el miedo, aburguesarme en Alicante lejos de la industria del cómic con un bloqueo emocional y creativo importantes. Sin embargo empecé a guardar en formato novelado lo que me era imposible dibujar, evocando imágenes con palabras. Escribir para no olvidar y también para evadirme. Así es como empecé a escribir de verdad. En cuanto a dónde habrá ilustraciones y cómics míos, debe haber aún algo en el submundo de los dibujantes amateurs de la época (adjuntaré unas muestras, algunas recientes).
¡Has escrito literatura infantil! Muchos escritores destacan lo difícil que es, a veces, escribir para este público, y a la vez lo gratificante que resulta. ¿Te has planteado “unir mundos” y escribir ciencia ficción para niños? ¿Crees que puede ser un público receptivo a este género, según tu experiencia?
Pero qué recomendación más acertada eso de “unir mundos”. Me encanta la idea de literatura de ciencia ficción para niños a pesar de las dificultades para adecuarse al siempre exigente registro infantil, sobre todo en libros no ilustrados. Cierto que mi experiencia fue muy gratificante, fue además la primera vez que alguien puso imágenes a mis palabras y no al revés. El libro relataba en clave de comedia detectivesca el fenómeno encubierto del tráfico de drogas, a lo que los críos enseguida detectaban lo morboso del asunto, quizás escondido en el registro múltiple adulto e infantil. Sí, creo que es un público muy intuitivo, con una facilidad extraordinaria para reformular la realidad y transformarla en algo apasionante.
¿Qué puedes contarnos de tu relato en inglés Northern Travellers? ¿Tienes más obras escritas en ese idioma? Me encantaría conocer algo más de tu faceta como escritor en lengua inglesa. Sin duda, El Pliegue Iceberg tiene un estilo muy anglosajón, pero no desde un punto de vista imitativo, afortunadamente. Has sabido interiorizar y adaptar las líneas de la ciencia ficción foránea a tu propio tono y ritmo. ¿Tienes alguna influencia en literatura inglesa que destaques?
Aquello fue una osadía por mi parte, aunque acabó siendo mi primera y única paga de bienvenida a mi año escocés. Aena me permitió un sabático para dar clases de español e italiano en la uni y también colaboré con un grupo de teatro a través de un taller de escritores llamado Elgin Writers. Allí conocí a un joven escritor aficionado a la ciencia ficción cuya visión del tema era mucho más erudita que la mía. Aun así compartimos a Ray Bradbury, Philip K. Dick, Arthur C. Clarke e incluso Primo Levi o Roald Dahl. Alan era muy fan del escritor de The Road. Grandes nombres, pero sin duda mi referente siempre fue el científico y divulgador Isaac Asimov. Creo que la historia de El pliegue Iceberg rinde pleitesía al carácter constructivo de este autor y su visión en esencia optimista y casi inocentona del futuro. Asimov, un genio de la comunicación. Lejos de lo estrictamente literario, cualquier cómic, película, serie o juego con naves espaciales saca mi lado más friqui. No puedo negar mi apego a la cultura audiovisual y a su lenguaje efectista, incluso aunque se considere serie B.
Habiendo vivido en Escocia y trabajado en el ámbito académico, seguro que puedes contarnos muchas cosas sobre cómo funciona el sector del fantástico en la literatura británica. ¿Cuáles son sus características en cuanto a edición, publicación de autores noveles…? ¿Encontraste diferencias notables con respecto al funcionamiento del sector en España? ¡Ataca sin miedo!
No tuve tiempo para tanto, fue un año de mucho viajar y cada fin de semana era una aventura. Alan me comentó que, como en España, es un género en alza y es quizás más accesible publicar si no tienes mayores pretensiones, muchas veces mediante la autoedición y la gratuidad. Al menos en el Reino Unido todo el mundo tiene cuenta en webs de descargas de libros y existe una cultura tecnológica muy visible, aquí en España aún muchos me preguntan cómo pueden comprar el libro en papel como única opción. Así que, a poco que crezcamos… Hay muchas estrategias para promocionar un libro y a veces la gente piensa “si es gratis será porque no es tan bueno” o “la autoedición es poco profesional”, pero luego hace cola en grandes almacenes para conseguir el primer Harry Potter sin reparar en gastos porque es socialmente aceptable hacerlo. Ojo que no es una crítica, yo soy gregario como el que más y no, jamás me he leído un libro de JK Rowling… ¡pero he visto todas las pelis! ;^)
Comentaba en la crítica que creo ver pequeñas trazas de tu perfil como publicista en la narrativa de la novela, en el sentido de que eres capaz de exponer mensajes directos, ir al grano de manera certera sin dejar a un lado la retórica. ¿Me equivoco en mi percepción, o realmente crees que hay una pequeña “filtración” de tu trabajo profesional en tu escritura? ¿Hay algún otro aspecto en el que tu experiencia como publicista te ayude como escritor?
Qué razón tienes, mi perfil creativo es muy visual. Quizás por el ejercicio de traducir historias que deberían haber sido dibujadas en lenguaje secuencial y por el contrario las novelé en estilo literario. Las descripciones pasan de una imagen fija en mi cabeza a palabras que hacen las veces de colores y formas. La parte narrativa es común a los lenguajes cinematográfico o lexipictográfico que tanto me gustan y tienen en común con la publicidad que “se venden” muy bien. Sin embargo, los puristas entienden que eso no es literatura de la buena. ¿En qué me convierte eso entonces? Quizás en un guionista envuelto en un papel de regalo vistoso. Yo creo que no soy importante aquí, soy sólo una herramienta, lo que realmente importa es que la historia de El pliegue Iceberg merezca ser leída y ahí cada cual tendrá una opinión, siempre respetable.
Por último, danos algún adelanto de tu producción creativa futura, ya sea en el ámbito de la literatura o en cualquier otro. ¿En qué trabajas ahora mismo?
Acabo de colaborar con el poeta y sanador sudafricano Andrew Newman en su último libro The tree of goodness y lo hago constantemente con mi amiga Cristina Fernández Valls, que reside en Escocia. Ricardo Acevedo de la revista digital MiNatura me ha encargado una portada, a ver si nos recomienda a todos sus lectores de Sudamérica. Por otra parte, Carlinga siempre me ha apoyado de manera exquisita en nuestro ahora proyecto común, así que no debo incumplir el primer mandamiento de la promoción de un libro: hablar de otro libro distinto aunque éste fuera la continuación del primero. Lo que sé es que me estoy divirtiendo muchísimo y el resto ya se verá.