Estas últimas semanas las redes han ardido tras el anuncio de la charla de Orson Scott Card en el festival Celsius 232 el próximo 15 de julio. ¿El motivo? Sus continuas declaraciones abiertamente homófobas y su archiconocido activismo contra el colectivo LGBT+. Un usuario medio de Twitter que conozca la idiosincrasia de la plataforma (en lo que a literatura de género se refiere) sabrá que el festival se ha mostrado como un espacio seguro para personas del colectivo durante las pasadas ediciones, acogiendo en su seno a numerosos autores que abordan temáticas de género a través de la ciencia ficción. Y, en boca de los que están a favor y los que están en contra de la presencia del autor de El Juego de Ender leemos siempre palabras similares: es que la dictadura del autor esto, la muerte del autor lo otro...
Pero, ¿sabemos realmente de qué hablamos cuando hablamos de la muerte del autor?
Dios ha muerto, ¿y yo con estos pelos?
Este paradigma se ha atribuido a numerosos filósofos y escritores en los últimos siglos, autores de la talla de Hegel o Dostoievski. Sin embargo, el autor que realmente popularizó el concepto fue el filósofo alemán Friedrich Nietzsche. Sí, ese señor misógino y con bigotón. Estábamos hablando de señores homófobos y anacrónicos y nos pasamos a la liga de los señores misóginos y anacrónicos. Parece que empezamos mal, ¿no? Dado que otro tema polémico sería la hermenéutica a la hora de hablar de la obra de autores del pasado, vamos a tratar de olvidarnos de este dato por unos segundos y centrarnos en el tema que nos ocupa. Nietzsche utilizó este paradigma en más de una ocasión en La gaya ciencia, pero es en Así habló Zarathustra donde realmente trascendió al imaginario colectivo. Hay muchas interpretaciones y connotaciones en estas tres palabras, pero aquí tomaremos el precepto general. Tampoco queremos aburrir a nadie, pero avisamos la cosa se va a poner densita. Grosso modo, con estas palabras Nietzsche reflexionaba sobre la superación de la moral impuesta por la religión. Simple y llanamente, a nivel social e individual, ya no era necesario para el hombre medio un Dios que impusiese una verdad y un código moral. En términos generales, los humanos habíamos superado al concepto de Dios. Éramos libres de interpretar la realidad por nuestra cuenta.
Así que, no mucho tiempo después, llegó a la cultura filosófica occidental un concepto similar: La muerte del autor. O, dicho de otra manera, “El autor ha muerto”. Y a nadie se le escapan las similitudes entre Dios, ese ente superior creador de mundos, y un escritor, ¿no? Sin embargo, parece que todos tenemos muy claro a qué responde el concepto de Dios, pero ¿sabemos realmente qué es realmente un autor? Como haría Heidegger en su Ser y Tiempo al plantearse la naturaleza del ser y el ente, varios autores del siglo XX, como Michael Foucault o Jacques Derrida, reflexionaron sobre la naturaleza del autor y la obra. Decían cosas muy enrevesadas para abordar en un artículo de opinión, pero a este propósito recomendamos encarecidamente la lectura del texto “¿Qué es un autor”? de Michael Foucault (discípulo declarado de la doctrina nihilista de Nietzsche, por cierto). El caso es que, tras darle muchas vueltas, nuestros amigos posestructuralistas concluyeron de manera similar a su colega bigotudo. Ya no necesitábamos al autor: ahora también éramos libres de interpretar la obra por nuestra cuenta.
Pero ¿eso no lo hemos hecho siempre?
No y, aunque te sorprenda, seguimos sin hacerlo. Cuando Roland Barthes hablaba de la muerte del autor en su libro (clickbait, el título te sorprenderá) La muerte del autor, lo hacía analizando la figura del escritor como un producto de la economía capitalista y del relato romántico. Pongamos precedentes en esto. Hasta la llegada de Beethoven, autor clave en la transición entre el clasicismo y el romanticismo, a nadie le preocupaba quién escribía canciones en las cortes aristócratas austriacas, lo que, por otro lado, es bastante normal. Sin embargo, fue un auténtico ídolo de masas y a su funeral llegaron a asistir más de veinte mil personas. ¿Y qué había cambiado entre Beethoven y sus antecesores, te preguntarás? Bueno, Beethoven no solo era un romántico (no de los mantita y Netflix), si no que era una de las primeras y principales figuras del movimiento. Este movimiento se caracterizó, entre otras muchas cosas, por la creación de un relato alrededor de la figura del autor. Lord Byron, cumbre del movimiento literario, es otro buen ejemplo de ello: son casi igual de conocidas sus correrías a lo largo y ancho de Europa, conquistando a ardientes mujeres gaditanas y luchando por causas justas en la lejana Grecia, que sus cartas y poemas. De repente, la figura del autor sí contaba.
Para que nos entendamos, vamos a extrapolarlo a un ejemplo más moderno. ¿Woody Allen y su hijastra? No, aún más moderno. Romeo Santos y la letra de su canción Perjurio. Aquí tenemos un ejemplo perfecto de lo que nos planteaba el maestro Roland Barthes. Cuando hablamos de Romeo Santos es muy difícil pensar en su obra sin pensar en él. Además de por ser un apuesto galán de noche, porque él, como autor, es tan importante como su propia obra. Sí, le duela a quién le duela, Romeo Santos es un autor y, como tal, tiene su obra. A nosotros, como receptores de un mensaje, nos resulta imposible evitar reflexionar sobre su figura a la hora de consumir y descifrar su obra. A través de ella, comprendemos en mayor medida su contenido. Y mucho más si hablamos del fenómeno fan adolescente (cada vez menos adolescente, dicho sea de paso).
Romeo Santos es, además de un perfecto ejemplo del relato romántico que mencionaba Roland Barthes, un ejemplo aún más preclaro de un producto de la economía capitalista. Tanto autor como obra son, en este caso, un producto de consumo a un nivel casi industrial. Cuando uno ve a las hordas de fans de grupos K-Pop hablando de la talla de esquís de sus ídolos o de sus colores pastel favoritos, es inevitable preguntarse: ¿ha quedado el concepto de la muerte del autor relegado a ciertos círculos de la academia y la alta cultura? A este respecto hay opiniones muy polarizadas, además de muchas matizaciones sobre la interpretación de la muerte del autor, pero, observando la realidad a pie de calle, la respuesta más evidente y rotunda es: sí. De hecho, y visto lo visto, parece que la relevancia de la figura del autor está, a día de hoy, más presente que nunca. Sin embargo, maticemos.
Podríamos decir que hemos hablado de la relación del autor hacia la obra, pero ahora tratemos de entenderlo desde un flujo bidireccional. ¿Representa la obra al autor, o el autor a la obra? Hablábamos de Nietzsche, el señor misógino del bigote, al principio del artículo. ¿Ha resultado relevante su percepción misógina propia del s. XIX para la interpretación de este texto? Si bien es cierto que, por poner un ejemplo, sobre su madre y su hermana, a las que consideraba lo opuesto de la excelencia que él creía encarnar, llegó a decir que pensar en su parentesco le parecía una blasfemia, esto no se ha visto reflejado en su argumentario filosófico, ni en el subtexto de este artículo. Por lo tanto, ¿desvirtúan sus creencias en cualquier medida su obra? Mientras no influyan en el contenido ni en la forma de esta, no. Pero, ¿es eso posible? Prosigamos:
Después de Nietzsche hemos hablado de Romeo Santos y su canción Perjurio. No hemos nombrado esta canción de manera arbitraria. La letra de esta canción fue muy polémica en redes sociales el pasado 2018. ¿Por qué? Muy sencillo: hablaba abiertamente de la violación hacia una menor de edad [Violé tu piel y tu nobleza lo más puro […] Me aproveché de tu inocencia […] Te vendí miles de sueños […] Saltando tu virginidad […] Dieciocho primaveras ibas a cumplir]. Ahora bien, ¿hay algún indicio de que Romeo Santos sea un violador? Pues, aunque nos guste su música lo mismo que correr una maratón a las tres de la mañana sin cenar, por lo que hemos podido indagar, tememos que no. Vayamos un paso más allá, ¿convierte a Romeo Santos en violador hablar sobre la violación en una canción? No. Como mucho (y no es poco) en una persona que hace apología de la violación. Y esto, aunque resulte difícil de asimilar, también está abierto a debate.
A partir de aquí cojo los mandos para hablar a título individual. Recuerdo perfectamente la sensación que recorría mi cuerpo mientras veía la película de 2004, El Hundimiento. Estaba desubicado. No quería por nada del mundo que le pasase nada malo a Hitler y maldije para mis adentros cuando la profecía autocumplida de su muerte se hacía realidad (sé que parece Harry Potter, pero no lo es). Entonces ¿me convierte esto en un nazi? Por suerte, creo que no, ya que al par de días cualquier simpatía hacia su figura había desaparecido (aquí podríamos hablar del distanciamiento brechtiano como medio para conseguir que un mensaje cale huyendo de la posible catarsis, pero es otro brete en el que no nos vamos a meter). ¿Convierte eso a Oliver Hirschbiegel, el director de la película, en un nazi? Pues, por sus declaraciones al respecto en las entrevistas que he podido consultar, creo que resulta evidente que tampoco. ¿Qué ocurre entonces? ¿Es que nada vale? Bueno, no exactamente. Digamos que es una cuestión contextual. Si una persona previamente afín a la ideología nacionalsocialista va a ver la película, lloraría de emoción al ver la justicia que se hace de una vez por todas sobre la figura de su amado líder. Si lo hiciese una víctima del holocausto, podría llegar a vomitar del asco al comprobar la reacción de empatía del resto del público hacia el dictador. Nosotros, sin embargo, no somos ni lo uno ni lo otro. Las reacciones son diversas; el producto es el mismo. En esta película, sin embargo, hay tanto una intención artística como una intención didáctica detrás: por un lado, supone un ejercicio conscientemente controversial para engañar al espectador y obligarlo a amar a una de las figuras más deleznables de la historia de la humanidad, por el otro, es una muestra de la “otra cara” de la realidad del relato histórico.
¿Hay algún tipo de interés en una canción de Romeo Santos? Aquí, sinceramente, me quedo sin respuesta. ¿Por qué? Porque me encanta, adoro y me chifla desde siempre la canción Polly de Nirvana. Una canción con una letra mucho más brutal que la canción de Romeo Santos: el secuestro y violación de una adolescente a la que mantienen atada y malnutrida. Esta canción está inspirada en el caso real de la violación y secuestro de una joven de catorce años. Sin embargo, el autor, Kurt Cobain, declaró fervientemente en numerosas ocasiones que era una canción protesta, un golpe sobre la mesa para denunciar este tipo de situaciones. Y aquí volvemos al terreno de la dictadura del autor, y también del contexto. Con esta información, uno diría que ya no se puede comparar Polly con Perjurio de Romeo Santos. Pero, sin esta información previa, ¿no se podría interpretar la letra de Polly de Nirvana como una historia de violación y, por supuesto, una apología de esta? Vayamos más allá, siendo Polly parte de Nevermind, uno de los discos más vendidos de la historia, toca plantearse cuantos de oyentes del disco conocen el trasfondo de esta historia. ¿Cuántos pueden entenderlo como lo opuesto a lo que realmente es, una canción protesta? Y el problema no para ahí. Pensemos en el supuesto mensaje reivindicativo de otra canción del mismo disco, Rape Me. Pero, ¿qué ocurre si Romeo Santos alega lo mismo? ¿Y si dice que se trata de una propuesta malinterpretada? Bueno, para tu información, ya lo ha hecho. ¿Volvemos de nuevo al todo vale?
¿Hemos entrado en el terreno de la posverdad?
Pos no lo sé. En cualquier caso, por ir cerrando el tema, la tesis de nuestra argumentación es muy sencilla y, ya que viene a colación, muy posmoderna (y no nos duelen prendas a este respecto). Personalmente creo que, después de todo, quizás la dictadura del autor y su muerte no sean puntos irreconciliables, aunque resulte paradójico. Si entendemos la interpretación del autor y su obra como obligatoria y bidireccional, perdemos la capacidad de nuestra propia interpretación subjetiva y llegamos a un sesgo cognitivo con respecto a la obra. Si, por el contrario, evadimos esta relación, nos quedamos sin la que, en muchos casos, es una interpretación necesaria para comprender la realidad y el contexto de según qué obras. Después de todo, simple y llanamente, quizás ambos puntos puedan llegar a coexistir. Porque, quizás, y solo quizás, lo que nos queda al final es un ejercicio de reflexión.
No abogamos por combatir la intransigencia con transigencia (véase la paradoja de la tolerancia de Karl Popper), pero tampoco abogamos por lo opuesto. Abogamos, simple y llanamente, por educar en pluralidad. Sí, suena muy manido, pero, si todos poseemos los medios y herramientas para razonar y comprender nuestro entorno dentro unos parámetros lógicos con la suficiente lucidez, creo que no será necesario ni preocuparse por según que contenido, ni plantearse la censura cultural.
Antes hablábamos de la bidireccionalidad. Este punto de vista nos sirve para abordar una obra, pero no a su autor. ¿Entonces?
Por nuestra parte, como editorial, debemos evitar que según qué cosas se publiquen. Es labor del editor no solo cribar qué productos llegan al mercado, sino en qué condiciones. Y, como bien sabe cualquier persona que conozca la idiosincrasia del mundo editorial, eso no solo incluye la forma, también el contenido. Es famoso el desencuentro literario entre Ernest Hemingway y su madrina y mentora Gertrude Stein, y quizás menos conocido el episodio en el que el editor del primero tuvo que confrontarlo para evitar que utilizase ciertos, llamémosles apelativos peyorativos, hacia Gertrude Stein en el prólogo de uno de sus libros. ¿Y qué quiere decir esto?
Que el editor, al igual que el lector, no debe ejercer de censor, sino de filtro.