Si aún no has leido la primer parte de esta loca historia creada por Álvaro Aparicio, no te preocupes, aquí la tienes.
TROVA DEL MAGO CON BALLESTA (in the forest)
II
EL BOSQUE DESENCANTADO Y LA LIJADORA ORBITAL
Mago y homúnculo hacían camino,
y de los desdichados orcos, vamos, ni huella.
Allá iban por el calmo sendero caprino,
y mejor así, pensaron, que tener que reventar otra cabeza.
Risueños partíanse el culo compartiendo desgracias,
ajenos a lo que pronto frenaría su marcha.
—¿Cómo dijiste que se llamaba tu gente? —preguntó Ejticulodati cargando la pipa con el maloliente tabaco del goblin.
Cacerolo parecía feliz de que su salvador se interesase por su pueblo.
—Oh, nuestro nombre es Feroces Colmillos Largos, aunque también se nos conoce informalmente como los Cuquis. —Con misteriosa solemnidad, añadió—: Somos muy temidos por todo aquello que mida diez centímetros menos que nosotros.
—¿Feroces Colmillos Largos…? —murmuró el mago frunciendo el entrecejo—. Vamos, que tenéis colmillos largos.
—Sí, amo, como los que componen tu collar. De hecho —Cacerolo entornó los ojos—, diría que el del medio se parece al colmillo izquierdo de mi padre. Vaya casualidad, ¿no? Porque nuestros dientes son como vuestras huellas digitales.
—¿Esto? Qué va, hombre, qué va —contestó el mago escondiendo el collar dentro de la túnica—. Es de esas baratijas de plástico del mercadillo medieval… ¡Espera!
A lo lejos descollaba una mole que dormía en medio del camino. Pidiéndole la máxima discreción al goblin, Ejticulodati se arrimó hasta un tronco lo suficientemente cercano como para oír los ronquidos de la criatura. Un ogro salvaje. La piel de su barriga, repleta de pequeñas protuberancias rocosas, se inflaba y desinflaba con la gracia de un fuelle. El mago aprestó la ballesta, pero algo le hizo dudar. Los virotes no bastarían para doblegar a semejante ejemplar. Tras una breve reflexión, decidió darle unas indicaciones al pequeño chamán, lo que derivó en la vergüenza de descubrirse hablando solo, pues cortos eran los pasos del goblin que desde atrás venía con el aire grave del que está dispuesto a realizar grandes hazañas.
—¿A qué peligros hemos de desafiar? Porque me siento capaz de domar un dragón negro —susurró Cacerolo con voz forzada—. Ésos que son inmunes a la magia.
—¿Y a caminar rápido qué? Mueve el culo, puto mono.
—Que tengo las piernas cortas, amo.
—Serás pelota, si me acabas de conocer. ¡Date prisa!
El goblin alcanzó la posición del mago y se asomó por el tronco. Enseguida meneó la cabeza en ademán negativo.
—Es amigo del bosque —dijo—. Vive aquí desde que el sol cuelga del cielo.
Ejticulodati posó las manos en sus pequeños y fétidos hombros y apretó los labios fingiendo compunción.
—A cada cerdo le llega su San Martín. Debemos cargárnoslo.
—No es cierto. —Miró otra vez al ogro durmiente—. No… ¿O sí?
—Tanto amo y tanta hostia, ¿y luego me contradices a la primera? ¿Qué no ves que está en medio del camino? Pues nuestra misión es… —Y golpeó el puño izquierdo contra la mano derecha soltando un onomatopéyico “capút”—. Existe una ínfima probabilidad de que esconda magníficos tesoros.
—¿Vale la pena arrebatarle la vida a una criatura ancestral con esa ínfima probabilidad de aval?
—Peor me sentiría no intentándolo. —Con gesto amable pero firme, el mago empujó el goblin al camino—. Ahora demuéstrame que salvarte ha sido una buena inversión. Ataca, Cacerolo.
—¡Soy inviable para el combate, amo, incluso para la propia naturaleza! —aulló braceando inútilmente—. ¡Provengo de un pueblo alquimicodependiente que necesita respiración asistida para ir de vientre!
—No me vengas con cuentos, que todos tenemos problemas. ¡Tira!
Cacerolo dio tres pasos en dirección al ogro. Miró a su alrededor buscando auxilio en las formaciones del sotobosque, escondrijos —aquellos que, por improbable que fuera, disimularan el temblor de su cuerpecillo—, o armas tales como palos y escopetas, cualquier cosa que pudiera evitarle una muerte que lo dejase con aspecto de placenta.
—¡Haz algo! —ordenó Ejticulodati, induciéndole al pequeño chamán un nivel de estrés que, sumado a su inexperiencia en lides de combate, lo llevó a considerar plausible la idea de arrojarle al ogro un pedrusco enorme. Pero dada su destreza manual de tiranosaurio, además de no impactar —en lanzamiento de peso, la distancia recorrida por el pedrusco equivaldría a la línea de cal que rodea al lanzador—, produjo el estruendo necesario para que el ogro se despertara cabreado.
Cacerolo emitió un chillido.
—¡Corre por tu vida, Cacerolo, pon a salvo tu verde existencia! —le dijo el mago, que veía al ogro ponerse de pie con lentitud de coloso—. ¡Pero no vengas hacia aquí, que eres una puta baliza andante!
El goblin, al borde del desmayo, se abrazó a sus pantorrillas.
—¡Estoy aterrorizado, amo! ¡Mátame, por favor, antes de que lo haga el ogro!
—No tengas tanta prisa —le espetó apartándolo de una patada—. ¿Los chamanes no tenéis ningún superpoder?
—Sólo sirvo para concederle un deseo a cualquiera que se me cruce por delante —respondió con ojos llorosos y la dignidad quebrantada.
—Pues en lo tocante a defenderte eres más inútil que pedalear en bajada, muchachito. Me obligas a apelar a mis hechizos. Y odio leer.
Ejticulodati extrajo del morral un pergamino garrapateado y con admirable empeño se entregó a la tarea de comprender su infame letra de estudiante.
IGNIS OBITUS
(de donde yo vengo, bola de fuego)
Cruzar las manos. Cerrar los ojos. Tener pensamientos bonitos. Luego imaginar que el fuego los arrasa. Para ejecutar con éxito el lanzamiento se requiere una hercúlea concentración. Voy a salir del aula un segundo, pero esto no hace falta que lo escribáis.
Cosas del bedel, prosigamos. Es conveniente que antes de iniciar el ritual del fuego se haga riguroso ayuno. Como cuando vuestros padres os amenazan con haceros un análisis de orina porque vais por la casa con cara de fumaos. En el transcurso de dicha preparación también se aconseja guardar las manos del frío para que la chispa espiritual encienda rápidamente a la hora de invocar al elemento. ¿Por qué os digo esto? Porque la combustión espontánea no es un chiste. Duele un cojón. Además, deshacerse de las impurezas del cuerpo nos evita la mayoría de los efectos adversos del hechizo, tales como ampollas en el vientre, formación de quistes en el páncreas, recogida de líquido alrededor del corazón, obstrucciones intestinales, copiosas hemorragias internas, dificultad de audición, pérdida temporal de la vista y de las facultades cognitivas, trastornos musculares severos que os obligarían a llevar la cabeza a la altura de las rodillas, colapsos respiratorios y lógicamente la muerte. De modo que tenéis que estar segurísimos de querer lanzar fuego sin ayuno. ¿Alguna pregunta? No, por favor, no volvamos otra vez a ese tema, ¿vale? El menú es el menú. No vale de nada hacer piquete en el comedor. Al cocinero se la suda que vosotros no queráis merluza… Ejticulo, hijo, ¿qué apuntas tanto?
—Fui un estudiante casi tan horrible como lo que me enseñaron —masculló guardando el pergamino en el morral—. Cacerolo, ponte a correr alrededor del bichardo, que me quedan diez virotes y tengo pensado hacérselos tragar.
La batalla fue encarnizada. El goblin, a pesar de repetir insistentemente un recorrido de tropiezos con las únicas tres rocas que sobresalían en el camino, realizó bien su faena, que consistía principalmente en no dejarse matar, algo que por otra parte tampoco tendría mucho mérito si no fuera porque Ejticulodati meditaba cada disparo entre diez y quince minutos con el pretexto de que la munición estaba muy cara. Cuando el ogro, que no carburaba fino por una insuficiencia de concentración de hidromiel en sangre, cayó abatido con la jeta erizada de virotes, Cacerolo se despatarró en el suelo viendo al mago acercarse al inmenso cadáver con un cuchillo en ristre.
—¡Dame tus tesoros! —exclamó éste al tiempo que abría al ogro en canal y hundía el brazo entero en aquel amasijo maloliente de tripas calientes—. ¡Oh, aquí está! ¡Siento algo duro!
—¡Amo, es la ínfima probabilidad más excitante de mi vida! —exclamó Cacerolo con el aliento justo para mover los labios.
—A que sí —suscribió el mago, que recuperó el brazo con una lijadora orbital en la mano—. ¿Y esto qué coño es? —soltó con la cara contraída por el desconcierto.
—¿Un tesoro?
El mago arrojó la lijadora orbital por encima del hombro y chasqueó la lengua.
Álvaro Aparicio
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