Parece mentira pero ya vamos por la tercera parte de esta singular historia de magia y aventuras escritar por nuestro querido Álvaro Aparicio… espera, que aún te falta la primera parte y la segunda parte por leer, pues ¿a qué esperas?
TROVA DEL MAGO CON BALLESTA (in the forest)
III
CUANDO SE NOTA QUE NO HAY UN IKEA EN TU CIUDAD
La noche en banda se cerró,
y a lo lejos una cascada se oyó.
Cacerolo, el agua señalando,
al mago invitó a pasar.
A lo que éste repuso: la apagas o qué.
Colega, no me pienso mojar.
Pero se mojó de todas formas. Detrás de la cascada se abría un túnel tallado en la roca que comunicaba con una austera morada goblin. Llegados a esta parte, Cacerolo alumbró con una antorcha, dejando claro que lo de austero es un eufemismo.
—He contado tus muebles —dijo Ejticulodati escurriéndose las mangas con expresión sombría.
—¿Qué?
—Que he cuantificado tu mobiliario.
—Ah, sí, sí —respaldó Cacerolo asintiendo con la cabeza como si le hubieran comunicado una certeza irrebatible.
—Tienes dos muebles. Una mesa podrida por la humedad y una sillita de los chinos.
—Son mi orgullosa herencia. —afirmó Cacerolo ante un mago que no parecía impresionado—. Mi pueblo no tiene mucha idea de carpintería.
—Usas el plural porque son dos; es lingüísticamente correcto, no te lo voy a negar. Pero si vienes y me dices que en tu casa tienes muebles, comprenderás mi decepción si por un casual esperaba algo más de confort.
—¡Oh, no te preocupes, mi salvador! —exclamó Cacerolo entusiasmado—. La sillita será hoy tu trono. ¡Arremángate! Tengo un puchero en la cocina que ya verás.
—Pero si no tendrás ni nevera —replicó el mago mientras el goblin se escurría con la antorcha por un pasillo—, ¿de dónde me vas a traer ese puchero si has estado —el ruido de Cacerolo faenando en la cocina puso de manifiesto lo inútil de su pregunta— tres semanas en una puta caja?
En plena oscuridad, Ejticulodati empujó la sillita con la punta de una alpargata. Sintiéndola firme, decidió sentarse y esperar. Podía apoyar el mentón en las rodillas. De hecho, se entretuvo mordisqueándose las rodillas. Al rato brotó una peste a cloaca sólo explicable por el regreso de Cacerolo, que con dos cuencos de madera en la mano izquierda y la antorcha en la derecha, sonreía orgulloso de su labor como anfitrión.
—Se te ve ensimismado, amo, ¿en qué piensas?
—En lo extraña que es mi vida. —Bajo la pobre luz del fuego parpadeante, el mago ojeó el contenido del cuenco que el goblin depositó frente a él—. Hum. —Con la cuchara apartó un pelo y pescó un ojo—. Es tal mi desconcierto que, mira, sí, he pescado un ojo, pero en vista de tu reluciente alopecia, me preocupa más el pelo. —Se alejó hacia atrás con asco—. Por tu culpa estoy perdiendo la capacidad de sorprenderme de ese conjunto de tragedias que llamo vida.
—Son proteínas —sentenció Cacerolo dando buena cuenta de su ración al otro lado de la mesa.
—Ponte a escribir libros de recetas para la fauna cadavérica, fijo que tienes público y te forras. —Desde la distancia, dejó caer el ojo en el líquido alquitranado y salieron a flote tres uñas—. Hum.
—Es que cuando cocino —reflexionó Cacerolo soñador—, siempre tiendo a buscar la sorpresa de mis comensales… Pero dejemos de hablar de mis pasiones. ¿Qué tal la silla?
—Que me está cogiendo una contractura de las que acaban en latigazo cervical y collarín, tranqui.
El mago se levantó con aire adolorido y se sentó a lo sastre en el suelo. Luego, chupeteando la pipa apagada, se puso a remover maquinalmente el contenido del morral.
—¡Bueno!… Cuéntame —dijo Cacerolo frotándose las manos con exagerado interés—, ¿qué dignísima misión te trae a esta región? ¡Es una casualidad que dieras conmigo!
—Ah, eso. —El mago carcajeó quitándole hierro al asunto—. Un pesado en un castillo me pidió que le rescatara a la hija. Por el camino una vieja me chilló que tenía ratas en el sótano. Lo último que supe es que tenía que buscar setas mágicas en el bosque. Me papé una y… –a su mente acudió el recuerdo de un baile en bolas bajo la luna y el asalto a un tendedero que le llenó las manos de bragas–. Yo ya no entiendo nada, tío, no me preguntes esas cosas… —Giró la cabeza, estallando de sorpresa—. Qué cucada la sillita, tú. Con luz y bien mirada no parece tan hortera.
—¡Oh, no, no! —exclamó Cacerolo—. Es de una factura artesanal magnífica, por no mencionar el incalculable valor sentimental añadido por pertenecer a… ¿Qué haces?
—Organizar el inventario —contestó Ejticulodati con la cabeza metida en el morral—. No veas la que tengo liada aquí dentro. —Hizo un silencio abrupto—. ¿No me había deshecho del artilugio que le saqué al ogro? Aquí tengo tres de esas cosas, tío, qué flipe… Ve pasándome tu cuenco vacío, anda.
—¿Para qué? —preguntó Cacerolo al tiempo que obedecía.
—Porque me estoy cobrando tu rescate y primero va lo pequeño —explicó el mago—. ¿No sabes que los aventureros guardamos toda la mierda que pillamos por el camino? Sigue contándome tu vida, no pares.
De pronto sonó un cuerno orco que retumbó en la cueva, provocando leves desprendimientos de polvo mineral.
—Parece que te tocan el timbre —dijo el mago metiendo la sillita a presión en el morral.
Cacerolo se puso de pie de un salto.
—Pero si yo no tengo timbre —afirmó desconcertado.
Ejticulodati arqueó las cejas y aprestó la ballesta.
—Arreando.
Álvaro Aparicio
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